Fui a Italia para recuperar a Dios. No lo hallé en las espléndidas catedrales ni en las ruinas prostituidas por el turismo ni en la ofensiva majestuosidad del Vaticano ni en la insospechada historia de Elía y su vano combate con el Diablo ni siquiera en la mística aldea de mis abuelos. Cuando nada parecía otorgarme ese privilegio, se abrió delante de mí una puerta. Isabella , una calabresa con la que conversaba por las noches junto al fuego de la leña, escuchó mi tragedia y, poniéndose de pie, sacó de su cuello un rosario perfumado de pétalos de rosas y lo colgó de mi cuello. Luego se quedó en silencio. Sentí de pronto que Dios me reconocía. Sentí que se evaporaban mis temores. Sentí que huían las sombras y soltaba mis amarras. Dios me veía idéntica a mi misma y me daba su mano para alejar a las fieras que lamían mis talones
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